[ Un bar cualquiera, como lo predijera antaño Avelino ]






Ayer quedé con Teresa. Teresa entra en esa categoría de mujeres maravillosas que beben cuando les da la gana, que fuman cuando les da la gana, y que sobre todo, se ríen mucho y a menudo, a veces hasta de las cosas sobre las que no debería reírse uno. Quedar con ella es contagiarse de su energía, escuchar historias de ciudades y épocas pasadas y más peligrosas; historias de personas valientes y buenas. Cada vez que quedo con Teresa, vuelvo a casa sintiéndome menos extraña, menos ajena. 

No recuerdo bien cómo conocí a Teresa, pero sí sé que una de las razones por la que nos hemos cruzado y frecuentado es la poesía de su difunto marido Avelino Hernández. Yo, una pipiola recién llegada a esta casa de poetas, nunca conocí a aquel poeta extranjero que, junto con su mujer, decidió mudarse y vivir en Selva, epicentro de esta roca que algunos llamamos hogar. 

Podría decir que Avelino dejó de existir hace once años, pero no sería cierto. Teresa y el resto de seres que amaron a Avelino se encargan de que siga existiendo. Cada vez que Teresa me habla de él lo siento un poco más cerca, un poco más vivo. Yo, que nunca lo conocí. 

Ayer quedamos para preparar la presentación de un libro que incluye versos de él, fotos de ella.

"¿Plaza de los Patines?" dije yo. "Perfecto. ¿Un bar cualquiera?" me respondió ella. 

Como no entendí la proposición, acabamos viéndonos en un bar con nombre, y de ahí nos fuimos al otro bar, al bar cualquiera, al bar sin nombre. Sólo después de que Teresa me mostrara el poema de Avelino pude saber a qué se refería cuando me proponía vernos "en un bar cualquiera". Ahora ya nunca podré olvidar el rostro de este bar cualquiera. 

Un bar cualquiera 

Entre en el bar, un bar cualquiera. 
Tenías en la mesa una cerveza, yo pedí un martín seco.
Me mirabas con ansiedad pero me sonreías.

“Cáncer irreversible; un año…”
“¡No puede ser! ¿Por qué?
Y los dos nos callamos.
Sólo acertábamos a no dejar de mirarnos.

Bebí vermú,
Bebiste cerveza.
Me tomaste la mano,
Te trencé los dedos,
Me acariciabas el vello del brazo.
Sin decirnos nada.

Nos levantamos.
(En otras mesas
A nadie le importaba) 
Hiciste el gesto
De sacar el pañuelo
Y enjugarte los ojos.
Pero lo guardaste
En el tirante del sujetador.
Y los dos nos reímos.
Y nos dimos un beso.

Fuiste a pagar al mostrador.
Tomé la bolsa con lo que habías comprado
Mientras me esperabas.
Guardaste las vueltas,
Regresaste,
Buscabas la bolsa.
La tenía yo,
Me dijiste gracias.
Y salimos a la calle cogidos de la mano,
Sonriéndonos,
Para volver a casa.

Nunca ya aquel bar podrá ser para nosotros un bar cualquiera.
Ninguno de nosotros recordamos cómo se llama.


Avelino Hernández

1 comentario:

Ernesto Laguna dijo...

Redondo, impecable. Un punto.